Mi vida es una locura de amor

Entrevista para la revista Vida Religiosa

©Carlos Gonzalez García

Periodista y Escritor

 

Al pie de la Cruz todo es más bello. Y aunque no es posible encontrar suficientes lágrimas para todos los dolores, Dios proporciona esperanza para cada pena. Así renació el corazón del hermano Frederick, en la intemperie de una caricia amable que convirtió su barro frágil en una vestidura perpetua. Hoy, velado bajo el hábito carmelitano, camina descalzo hacia la morada que Dios ha preparado con la tinta inmarcesible de sus manos.

 

La tarde abate su respiración tras el leve devenir de un suspiro. Una brisa con olor a eternidad quema cualquier eco mudo que rodea el monasterio Santo Desierto de San José de Las Batuecas, en Salamanca. Es lunes y el reloj marca las cuatro de la tarde: la hora del Cordero, donde brota enternecida la medida sin medida del Amor.

 

«¿El hermano Frederik Takkenberg, por favor?». Y llega, sonriente y recóndito, sin apenas hacer ruido, como si las lágrimas que antes derramó no fueran del todo suyas. «Que yo esté aquí responde a un proceso amoroso», revela, porque sabe que Dios modela nuestra imperfección y termina el trabajo que iniciamos. Artista y bohemio desde niño, después de acariciar el dolor más desgarrador, vio brotar de su pecho –casi sin querer– un estertor suave y dócil que liberó su alma.

 

Palabra a palabra y silencio a silencio, acompañamos al Señor por todas las moradas del Carmelo. Y, entre plegarias, los ojos de este hermano seglar de vida común amasan las primeras gotas del otoño. Después de muchos inviernos garabateando notas en pliegos sin apenas alma, descubrió que solo desde el amor la vida se renueva y solo desde la fe encuentra sentido su manera de mirar. Y de vivir arrodillado. Hoy, a sus 60 años, tras rehacerse del calvario que le causó el suicidio de su padre, de su hermano y de su suegro, hilvana un precioso lienzo monástico: como el canto acompasado del pincel sobre el madero, como un ciprés que va dibujando sutilmente en las nubes a Dios… 

 

¿Quién es Frederik Takkenberg? 

 

Soy un hermano seglar de vida común, lo que históricamente eran los hermanos donados: hombres para los frailes o monjes. Somos hombres con una vocación tardía; que hemos vivido, que estuvimos casados, que tenemos hijos, etc., personas que hemos tenido una vida diferente al fraile o al monje que entra en el noviciado a una edad temprana y que traemos experiencias que enriquecen la comunidad. Soy artista, de padre holandés y de madre alemana. Nací en Colombia, me gradué en Bellas Artes en Londres, he vivido en muchos países del mundo y ahora me encuentro aquí, en Batuecas, donde soy muy feliz.

 

Nacido en Bogotá, de padre holandés, de madre alemana, de alma nómada, ¿y de corazón?

 

Yo soy un ciudadano del mundo. Lo tengo muy claro: no me gustan nada los muros ni las fronteras.

 

¿Cómo descubres que Dios te llama a cincelar tu corazón a la medida de su corazón compasivo?

 

Es un proceso muy largo… Yo he sido siempre muy agnóstico, aunque desde muy pequeño conservaba una vena mística. Pero no vivía en un entorno donde pudiera desarrollarlo porque mi familia no era religiosa. Y no fue hasta que llegué a Toledo, donde descubrí lo que es la fe en su plena flor. Vine porque ayudaba a mi madre en su trabajo como fotógrafa, y entonces hicimos el inventario de los monasterios y los conventos de la ciudad. Aquello me permitió entrar y observar muy de cerca la vida contemplativa de los frailes y las monjas de allí. Y así es como fue naciendo lo que sentía. Pero la vocación vino después, cuando se suicidaron mi padre, mi hermano y mi suegro… Tras mucho tiempo yendo al psiquiatra, tomando pastillas y demás, conocí a los Carmelitas y ellos me ayudaron mucho en aquel proceso tan doloroso; me identifiqué con ellos enseguida y así es como empezó mi vocación.

 

¿Y cómo soporta tu corazón tanto amor?

 

Eso también vino progresivamente. A Jesús lo descubrí cuando tenía 16 años. Mis padres compraron una finca en Cataluña y, mientras veíamos otras fincas, encontré un crucifijo que todavía llevo conmigo y lo tengo en mi rosario. Jesús ha dejado siempre pequeños signos en mi vida. También, la música cristiana me ha interesado mucho desde siempre, y aún sigo con ello. Por tanto, la religión me ha entrado mucho por los oídos, por los ojos y por todos sentidos. Un día del año 2012, unos amigos me invitaron al Monasterio de Santa María de las Escalonias, en Córdoba, y ahí me convertí del todo: me cayó el rayo y fue una conversión brutal.

 

Hay algunas vidas que solo empiezan después de haber encontrado a Dios…

 

Lo mío fue en medio de los naranjos, como un chorro caliente que te entra por la columna vertebral. Fue un choque muy grande porque sentía, a la vez, algo doloroso y placentero. Fue increíble, y lloraba y lloraba porque todo lo que tenía preconcebido de antes implicaba una transformación interior muy fuerte. La conversión es algo muy especial.

 

¿Y de ahí brota en tu interior la vena monástica?

 

Así es. Al poco tiempo, comencé a buscar por Toledo algún lugar para vivir la soledad y la contemplación, pero Tito, el prior de Toledo, me trajo a Batuecas y este lugar tan especial me enamoró. Vine varias veces, comencé con un postulantado y, al cabo de unos años, me integré en la comunidad. Ya llevo cinco años aquí y acabo de cumplir sesenta.

 

Y después de cinco años vividos desde la contemplación y la pobreza absoluta, ¿en qué tono suena la voz de Dios? 

 

La voz de Dios la había oído antes de mi conversión, pero no sabía que era su voz. Después descubrí que era Él quien me llamaba, que estaba ahí desde siempre. Una vez que reconoces la voz de Dios como tal, transformas tu vida y te reinventas de cierta forma como un hombre nuevo, con corazón de carne… Y ya es más fácil escucharlo. Pero Dios no solamente nos habla dentro; está presente en todas las cosas y las personas, los animales, el universo en general… Una vez que reconoces su voz, es fácil verlo y reconocerlo no solo dentro de ti sino también a tu alrededor. Es una presencia completa.

 

¿El silencio duele o consuela?

 

El silencio es un estado de paz y de tranquilidad; no es una cosa acústica, es un reposo interior que te permite pensar, reflejar, no pensar, estar tranquilo interiormente… Yo, por ejemplo, puedo estar en un estado totalmente de paz en un lugar donde hay mucho ruido o mucha gente. No es necesario que esté en un rincón tranquilo donde no hay ruido. Entonces, el silencio no es necesariamente una guía; es una ayuda, ciertamente, para poder mirarse el interior. 

 

¿Y crees que el silencio más inmenso puede llevarnos a un momento de amor inconmensurable, que transforme el drama de la vida en una ocasión para crecer?

 

Sí, el amor es fundamental. Yo creo que el amor es algo que se cultiva, que crece cuando lo nutres. La vida es muy dura y nos trae muchos golpes, enfados y frustraciones, pero cuando actúas de forma amorosa, te compartes y cuidas de los demás, encuentras una respuesta preciosa: cuanto más amor das, más amor recibes. Eso es una certeza.

 

Tú has pasado por la muerte de tu padre, de tu hermano y de tu suegro… ¿Cómo, de ese latir tan doloroso, se encuentra el sentido a la vida?

 

Encontrarle el sentido a la vida es algo que también tienes que cultivar, has de estar presente en ella. El acto de vivir tiene muchos matices. Por ejemplo, yo estuve casado y tengo una hija, y entonces la participación de tu persona en la vida de los demás es muy importante. Yo he conocido a mucha gente que no ha podido estar en un estado amoroso, que siempre está frustrado, que no ve la belleza de la vida… Para mí es un misterio saber cómo esas personas pueden seguir viviendo, pero lo hacen. El vivir es proactivo y el estar activo en la vida de los demás también.

 

Pero quien ama desde la mirada de un fraile contemplativo también descubre que, a veces, cuesta encontrarle sentido al dolor…

 

Si no amas el dolor, no puedes acercarte a él y él tampoco se te acerca. Es una paradoja misteriosa decir que para acercarse a la pobreza y a la miseria de las personas es necesario estar con ellas y amarlas, pero solo el amor te permite hacerlo. Y, sin duda alguna, necesitas ese acercamiento para comprenderlo.

 

¿Y cómo te acercas tú, que lo has tenido todo, a la pobreza y la miseria de las personas? 

 

Yo he organizado mi vida de tal forma que ya no poseo nada. He tratado de acercarme a la pobreza lo máximo posible; como hermano seglar de vida común no hacemos el voto de pobreza, pero sí el de obediencia y el de castidad. Entonces, vivimos de la forma más cercana que podemos al monje o al fraile de vocación. Tratamos de imitar esa vida y vivirla bien. Eso también tiene su historia y es algo importante porque ahora, con la crisis de vocaciones que hay para la vida religiosa, desde esta opción de vida que tengo yo como hermano seglar de vida común, puedo apoyar y estar en la comunidad. Aquí, en Batuecas, somos cuatro hermanos donados. Lo hacemos por vocación: no solo por el placer de compartir la vida monástica, sino también por apoyar esta crisis de vocaciones que hay en la Iglesia. 

 

¿Qué o quién habita la soledad de alguien que vive tantas y tantas horas en silencio? 

 

Aquí, en Batuecas, la soledad es fecunda; yo siempre me siento acompañado. La vida en el monasterio está dividida en el ora et labora, por lo que tenemos trabajo por la mañana y tiempo para nuestras cosas por la tarde. Si no estoy pintando, leyendo, estudiando u orando, siempre hay alguna actividad para hacer; ya sea trabajando en el jardín, en la cocina o en el huerto. La soledad siempre está ocupada, y no es que estés solo sentadito en tu ermita. De hecho, hay muchísimo trabajo en este monasterio gigantesco que hay que mantener, aparte de la hospedería, donde algunos huéspedes quieren hablar con nosotros y es una misión importante desde donde ayudamos a quienes lo necesitan. 

 

Y esa soledad, o es fecunda y habitada o te destroza, ¿no?

 

Sí, aunque es un proceso de varios años. Además, tienes amigos y familia que también tienen que crecer contigo. Pero no te aíslas; lo que en verdad vas haciendo es enriqueciendo tu interior y tu entorno. Y acercándote a Dios, te enriquece a ti y a los que están a tu alrededor. Es un proceso amoroso.

 

Vas dejando en todo lo que dices un amor con puntos suspensivos, como si fueras arrastrando un eco enamorado…

 

Es que si Dios es amor y si queremos acercarnos a Él e imitarlo desde el «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (ese mandamiento para mí es regla número uno), solo hay una manera. Ahí no hay duda. Y dando amor a los demás, los demás te lo devuelven de una manera increíble.

 

¿Y qué es para ti el amor? 

 

El amor es la Creación en sí, en todos sus diferentes aspectos: la creación del universo, el hacer el amor cuando estás concibiendo hijos… Para mí, personalmente, el amor es un proceso creativo, es formar parte de la Creación y participar en ella. 

 

¿Hay que amar para encontrarse con los demás, con Dios y con uno mismo?

 

Sin duda alguna. El amor tiene muchísimos aspectos y hay diferentes formas de amar. Hay múltiples facetas del amor. Tiene tantas y tantas caras…

 

Y, encima, has decidido ponerte como María y Juan a los pies de la Cruz, para contemplar esa locura de amor.

 

Es que mi vida es una locura de amor. Yo nací por amor. Siempre he sido una persona amorosa, y eso me encanta.

 

Y tú, que eres un artista de la contemplación, dedicado en cuerpo y alma a esculpir a Dios en todas sus formas, ¿cómo pintarías la Belleza?

 

La Belleza está en el ojo del observador, no se define, no es elitista, no es para unos y no para otros. La Belleza es generosa, siempre se da, se deja amar y acoger. Lo bello es algo que te hace sentir bien, simplemente. Hay belleza en los gestos de las personas, en sus palabras, hay cosas bellas que no puedes ver porque son sentimientos. Pero la Belleza no se puede dibujar. Dibujas algo que puede ser bello, pero la Belleza en sí no puedes dibujarla porque no tiene forma. Dios es belleza, es amor, y si el amor no tiene forma, la belleza tampoco y Dios tampoco la tiene. De hecho, el ostensorio puede ser muy bello, pero prefiero pensar que Dios es amor y no belleza. 

 

Y, sin embargo, la belleza nos educa en la admiración, ¿no?

 

No necesariamente, porque hay cosas bellas que son absolutamente monstruosas en su comportamiento. El demonio es el más hermoso de los ángeles, y es lo peor que hay. Entonces la belleza también es una espada de doble filo. Es difícil explicarla…  ¿Qué es para ti la Belleza?

 

Descubrir, en lo dolosamente bello, el amor de Dios. Aunque duela. 

 

¿Y dónde se descubre? Perdón por el atrevimiento…

 

En la mirada de un enfermo, en los ojos de un necesitado, en las lágrimas de un niño. Belleza es poder contemplar a Dios en el silencio de algo que todo el mundo piensa que puede ser horroroso: en la carne frágil, débil, inhumana… Eso es lo difícil: encontrar lo bello en lo que duele, en un gesto, en el cuidado, en la delicadeza…

 

Entonces tenemos mentes paralelas, estamos en sintonía total.

 

Y en medio de ese “abandono” en el que vives, ¿en ningún momento nacen en ti dudas, miedos o desconciertos?

 

No, porque yo vivo muy en el presente. No proyecto en el tiempo, pero eso es algo para lo que me he entrenado personalmente. Y las dudas y el miedo no son necesarios. Los tuve, por supuesto, pero ahora ya no. Y yo me dejo también llevar, porque si Dios se manifiesta en diferentes formas, si viene algo que va a cambiar la dinámica de mi camino, que así sea… Yo gozo tanto de la vida en este momento que me puede venir encima lo que sea; no tengo miedo de nada, y dudas mucho menos.

 

Qué regalo el poder vivir encarnado a Dios sin condiciones.

 

Pero no es necesario vivir en un monasterio para eso, ¿eh? Tú, que tienes tu vida, que trabajas la palabra, que escribes lo que ves y lo que oyes, también vives así. No es necesario vivir en un convento para hacer lo mismo que yo…

 

Pero desde fuera parece que dentro del monasterio existe como un misterio que lo envuelve todo. ¿No sentís esa percepción?

 

El vivir en un monasterio es casi como vivir una utopía. Se puede decir que vivimos en una realidad, sí, pero es nuestra realidad. Y esa realidad tú la puedes hacer, también, fuera del monasterio. No hay mucha diferencia. Recuerda esto: tú puedes estar tan cerca de Dios en tu trabajo como yo en el mío.

 

El amor es el lenguaje del alma, máxime en un lugar –como el Carmelo– donde solo queda entregarse y amar. ¿Cómo late Dios en tu corazón y en el alma de tus palabras, cuando se acalla el sonido de tus sandalias? 

 

A mí me gusta mucho dialogar y siempre estoy en diálogo. En los momentos de oración con la comunidad me dejo desaparecer completamente, pero en el silencio personal estoy en diálogo con Dios. Hay diferentes formas de silencio: el no hablar y el acallar los caballos que corren cuando cierras los ojos, estás solo y el cerebro empieza a hablar y a correr como loco. El silencio es estar, simplemente, sin pensar en nada. Y eso es una delicia. Pero luego está el silencio dialogado, no hablar vocalmente pero tener un diálogo en la cabeza.

 

Como decía santa Teresa de Jesús a las hermanas: «Solo os pido que le miréis».

 

Sí. Es estar en presencia de Amor, saber que Él –que es Dios Padre y Madre– te ama. 

 

Y en ese misterio de amor que Él fecunda con su presencia, ¿se puede, incluso, hasta tocar?

 

A mí me encanta abrazar; es una expresión de acoplamiento muy fuerte y es fundamental. Y apuesto absolutamente por activar los sentidos y las herramientas amorosas.

 

Quizá es que abrazar es una de las formas más bonitas de querer a alguien…

 

Desde luego, es una manera maravillosa, porque es una vulnerabilidad de acercamiento, de que entren en tu espacio vital y entrar tú. Es infinitamente bello el acercamiento físico y el abrazo es la forma de contacto más íntima que hay con un desconocido.

 

¿Alguna vez brota en tu interior la aparente ausencia de Dios?

 

Después de mi conversión no he tenido nunca esa experiencia. A la famosa frase de Cristo «¿Por qué me has abandonado?», Dios le responde esa pregunta entregándose a Él. Y entonces no lo ha abandonado. Yo no creo que Dios abandone.

 

¿Y por qué a veces calla o se hace el dormido?

 

Dios no es un personaje, nosotros proyectamos lo que sabemos y entonces pensamos que es así. Pero no, nosotros no tenemos ni idea de cómo es Él, no lo podemos saber porque Dios va mucho más allá de nuestra capacidad de comprensión. Dios nunca nos abandona, aunque podamos pensar lo contrario.

 

Desde los muros de un monasterio de clausura, ¿es posible cambiar el corazón del mundo?

 

Es como llevar a un caballo al agua, pero tú no le puedes obligar a beber; si no quiere, no beberá. Por tanto, es la voluntad propia: si la persona no quiere escuchar, no va a escuchar. Cristo nos dice «Amaos los unos a los otros como yo os he amado», ¿y cuánta gente conoces tú que le escucha? Imitar a Cristo no es fácil. Hay que concentrarse, leer, estudiar, orar, trabajar… Son todo elementos dentro de la vida monástica que nosotros practicamos todos los días. Y, aún así, nos cuesta. Por tanto, las personas que quieren acercarse a Dios en la vida común no lo tienen fácil. Si no estás en un entorno donde puedes hacerlo y donde tienes el amor presente alrededor tuyo y lo puedes practicar como te nace, es muy difícil. Y en verdad no es fácil imitar a Cristo y seguir sus consejos, sobre todo en el mundo de hoy, con veinticinco guerras activas en este momento.

 

Y ante este escenario, ¿qué puede aportar la vida monástica a una sociedad tan necesitada de cuidado, de delicadeza y de amor?

 

Somos muy poquitos, aunque históricamente siempre ha sido así. Es necesario que nos vean, no que nos imiten, pero sí que nos vean. Los monjes y frailes, históricamente, eran una presencia literal de una idea, y eso ayudaba. Por eso es importante que nos vean, que sepan que estamos ahí como faros para nuestra sociedad. Y eso es lo que estamos tratando de hacer. La vida contemplativa tiene muchas respuestas a la vida que más duele.

 

¿Debe la contemplación envolver ese Misterio, en el que nada de Dios nos resulte indiferente y nada humano nos sea ajeno?

 

Eso es puro Kempis, con la imitación a Cristo. Yo hago hincapié en el hecho de que no hace falta ser cristiano para vivir como tal. Según la idea que Cristo tenía de la libertad, de la redención, del perdón, etc., nosotros somos redimidos. Si Él murió por nuestros pecados, entonces teóricamente nacemos sin pecado. Al nacer, somos seres humanos puros, pero en la vida lo estropeamos con los errores que cometemos y que tanto nos entristecen. Si Cristo ha muerto por nuestros pecados, el pecado original pasa como a segundo plano.

 

¿Entonces podríamos decir que la contemplación de Jesús Crucificado y Resucitado transfigura la mirada del creyente?

 

Por supuesto. Es que somos perdonados y vivimos en perdón gracias a Él. Y eso es una maravilla. Yo he vivido una vida muy dura, muy difícil, he cometido muchos errores, pero el día en que me di cuenta que nací redimido y perdonado fue un descubrimiento maravilloso que me transformó la vida y me hizo feliz. 

 

¿Y eso cómo lo descubres?

 

Si Cristo murió en la Cruz por nosotros, nacimos redimidos. Es muy sencillo. ¿Acaso eso no es causa de felicidad?

 

¿Y cómo explicas a alguien no creyente que Cristo ha muerto por él en una Cruz?

 

Ahí has de usar otro idioma. Ahora estamos viviendo otra época en la que la juventud está hablando otro lenguaje y el de la Iglesia católica es muy particular. Y hay que adaptarse a un lenguaje contemporáneo que es muy diferente al que se usa entre creyentes. Como, por ejemplo, cuando se usa el término pecado…

 

¿Qué es para ti el pecado?

 

El pecado es cuando les haces daño a otros y a ti mismo. Si simplificas el idioma, como hacía Cristo, te quedas con eso.

 

Santa Benedicta de la Cruz decía que «el Señor está presente en el Sagrario con su divinidad y su humanidad». ¿Qué encarna para ti el Sagrario? 

 

El Sagrario es donde se concentra todo el Amor, es como –en matemáticas– una singularidad de amor. La singularidad en la física cuántica es donde todas las leyes de la naturaleza se desmoronan, donde la gravedad es tan extrema que todas las leyes de la naturaleza no se pueden aplicar. Y para mí el Sagrario es el lugar donde se concentra todo el amor, es la singularidad del amor, es donde no se puede calcular la cantidad de amor que hay encerrada ahí. 

 

¿Y es posible medir el Amor?

 

Pues es que es una concentración de amor tan brutal que es imposible concebirlo y, por tanto, medirlo. Para mí la presencia del Sagrario es igual cuando estoy arrodillado en el suelo frente a Él o si estoy en una montaña o en el coche o con una persona… Por ello, jamás siento que no tengo el Sagrario presente. Claro que cuando estoy delante y lo veo ahí, en persona, en el templo, pues es otra cosa. Pero nunca me siento alejado del Sagrario o lejos de Él. 

 

Así te sientes siempre custodiado y cerca del Vivo…

 

Sí, lo percibo cuando me siento bajo un árbol, cuando estoy de paseo o cuando meto los pies en el agua del río… El Sagrario está en todas partes, esa presencia amorosa es tan potente que lo permea todo. Es imposible medir la velocidad a la que va y el tamaño que tiene. El universo entero es un gigantesco Sagrario. 

 

Después de todo lo vivido, ¿qué sientes cada día al tomar el Cuerpo de Cristo?

 

Es un alimento espiritual. Hay gente que le importa mucho comulgar la Eucaristía. Yo lo veo más como un signo, algo ceremonial. Comulgar con Dios es un acto. Entonces, no es solamente comulgar en la Misa con la Eucaristía. En mi opinión, debe ser más una forma de vivir. Así es como comulgo yo con Dios. Mas que con ese momento que lo tienes en la boca y desaparece, para mí es algo más permanente que algo tan transitorio. Y no es oral, es espiritual. Así es como yo interpreto el comulgar la Eucaristía. 

 

¿Y crees que mirar a los ojos de quien sufre dignifica su vida?

 

Los ojos son las ventanas del alma, y eso también es un signo. Ponte en los zapatos de un ciego y piensa en cómo ve… Porque él verá a su manera, pero no por los ojos; verá por el tacto, por el olor o por los otros sentidos. Si te falta un sentido…

 

Tras cinco años como hermano carmelita, a pesar de todos los cansancios, los sufrimientos y la ascesis de los días más difíciles, ¿todo merece la pena por el Amado?

 

 Sí, aunque no es una pena. El Amado siempre esta ahí, hagamos lo que hagamos. No es algo que haces por Dios, es algo que haces por los dos: por ti y por Él. El ser una persona buena, amorosa y fiel lo haces por los dos. 

¿Hasta dar, incluso, la vida? 

 

Recuerda que hasta san Pedro le negó tres veces… ¿Si daría la vida por mi hija? Pues, indudablemente, sí. Si tienes que escoger entre Dios y tus hijos, ¿a quien escoges? Esa pregunta se la hicieron a Abraham y, al final, Dios no quiso eso. No sé si soy santo, así que no te puedo responder… Mientras, vivo y contemplo la creación: una obra que solo termina con la transformación última, cuando mi materia temporal vuelva a ser uno con lo que fue, es y será. Lo invisible, lo incoloro y lo transparente realzan.

 

 

Carlos González García

Periodista y escritor